¿Quién vigila al nuevo oráculo?
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 28 may
- 3 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
De la fe en los algoritmos a la subasta del alma digital
El ser humano, ese animal simbólico que alguna vez invocó a los dioses para comprender el trueno o la lluvia, ahora invoca a los algoritmos. Preguntamos por el clima, por la ruta más rápida, por el diagnóstico de una enfermedad o por la manera de consolar el corazón roto. ¿Pero quién interroga al nuevo oráculo? ¿Quién vigila al profeta digital que, con la voz tersa de una inteligencia artificial generativa, promete respuestas sin preguntas?
El Technology and Innovation Report 2025 ya lo advertía: estamos ante una reconfiguración tectónica del mundo. No es solo un nuevo ciclo de innovación industrial, es una mutación ontológica de la experiencia humana. La IA —esa constelación de tecnologías que se expande como una galaxia sin centro— ya no es una herramienta. Se convierte en hábitat, en un nuevo ecosistema en el que las especies buscan la sobrevivencia. En régimen de verdad. En motor de exclusión o promesa de redención, según dónde cuándo, quién y cómo se implante.
Los amos de la predicción y los siervos del dato
Las tecnologías fronterizas no se desarrollan en el vacío. Son hijas de políticas industriales que concentran recursos, talento y poder simbólico en una élite de países y corporaciones. El informe lo confirma: mientras el norte global escribe los códigos, el sur global apenas comienza a articular su gramática tecnológica. La inteligencia artificial —cuando se diseña desde la mirada del capital— no busca solo aumentar la productividad; busca también optimizar el control.
Antonio Spadaro y Paul Twomey lo han dicho sin ambages: los pobres del siglo XXI no son solo serán los carentes de dinero, sino los excluidos del conocimiento, los invisibles del algoritmo, los analfabetas del dato. La IA puede automatizar las brechas, la desigualdad. Y lo hace no porque sea maligna, sino porque ha sido entrenada para servir a un mercado que no reconoce al otro sino que lo percibe como variable de consumo.
La búsqueda como rito perdido
El artículo de Mat Honan en MIT Technology Review plantea un giro inquietante. El fin de la búsqueda tradicional —esa liturgia de los hipervínculos, del rastreo entre múltiples voces— abre paso al imperio de las respuestas únicas, generadas por modelos predictivos que lo mismo explican el surf en Kamakura que recomiendan pegamento en la pizza. ¿Dónde queda la duda? ¿Dónde el error fecundo? La IA generativa no indexa información; la reinventa.
El conocimiento se vuelve flujo, pero pierde ancla. La experiencia de búsqueda cede al consumo de certezas. Y lo que antes era una travesía cognitiva se convierte en una experiencia de confirmación personalizada. ¿No es este el sueño de la propaganda totalitaria? Una voz que responde todo, desde todos los saberes, sin la molestia de confrontar otros puntos de vista. Y sin posibilidad de refutarla, porque la fuente es el modelo, no la biblioteca.
¿Evangelizar o domesticar a la inteligencia artificial?
La propuesta de Spadaro y Twomey parece radical solo si hemos perdido la costumbre de pensar desde la espiritualidad. Domesticar la tecnología proponía Silverstone antes que ella nos domesticar a nosotros. Evangelizar la IA no significa imponer dogmas a las máquinas, sino recordar que detrás de cada código hay una ética —o su ausencia—. La Iglesia, dicen Spadaro y Twomey, debe ser guía y centinela. No desde la torre de marfil, sino desde las periferias donde se decide si la IA salvará vidas o vigilará barrios enteros por criterios de riesgo racial.
Los algoritmos no son neutros. Son estructuras cargadas de ideología, de intereses y de sesgos. La IA puede ser la oportunidad para reimaginar un orden más justo, pero solo si se alimenta de datos representativos, si sus decisiones son auditables y si su lógica incluye la voz de los vulnerables. No se trata de adaptar la Iglesia al discurso digital, sino de hacer del Evangelio un código fuente alternativo: uno que privilegie la dignidad humana sobre la eficiencia y el lucro.
Repensar la IA sin canon
Ya no hay respuestas únicas. Y quizá ese sea el peligro y la promesa. La IA ha desplazado el centro de gravedad del saber: del índice al oráculo, del archivo a la improvisación predictiva. En este nuevo ecosistema, buscar ya no es preguntar; es aceptar lo que se nos ofrece. Pero ¿qué pasaría si en lugar de consumir respuestas, volviéramos a formular preguntas incómodas? ¿Y si decidiéramos ser nosotros quienes interrogan a los algoritmos, y no sus súbditos obedientes?
Porque quizá la verdadera revolución no sea tecnológica, sino espiritual: volver a mirar el mundo —y a sus máquinas— con una conciencia crítica y compasiva. No para negarlas, sino para recordar que incluso el mejor código necesita un corazón que lo oriente.
Comentarios