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La metáfora nos observa: contraataque poético en la era del lenguaje agotado

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 4 jul
  • 4 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Un objeto mágico verbal

Borges lo dijo sin titubeos y con la certeza de quien ha caminado por los pasadizos invisibles del lenguaje: el hombre cuenta con un objeto mágico verbal. No una espada, no un símbolo, no una fórmula secreta, sino algo más humilde y más potente: la metáfora. Ese cruce entre palabra y milagro, entre invención y revelación, entre asombro y memoria. La metáfora no es un lujo estético: es una forma de existencia, una forma de habitar el mundo cuando las explicaciones ya no alcanzan.


Y sin embargo, ese objeto mágico también se desgasta. Se repite. Se automatiza. Se vacía. Borges nos advirtió: las metáforas mueren. Y lo hacen de tanto ser dichas sin temblor, de tanto usarse sin vértigo. Pero no por ello debemos desecharlas como un archivo olvidado. Al contrario: debemos llevarlas con honores. Porque incluso en su muerte, esas metáforas —esos objetos verbales— nos exigen una justificación. Exigen, como decía Borges, que el mundo soborne a la razón. Que los objetos del mundo no solo estén ahí, sino que se justifiquen a través del lenguaje que los nombra.


Las metáforas nos ven

En tiempos donde la palabra ha sido reducida a funcionalidad, eficiencia o viralidad, hablar de metáforas parece un gesto arqueológico. Pero tal vez es justo lo contrario: la metáfora es un ojo que nos observa desde el porvenir. Es una mirada que nos vigila con cariño —no con juicio— para saber si aún caminamos por la ruta del asombro, si aún nos apasionamos ante la amenaza, si todavía podemos sorprendernos de lo común como si fuera sagrado.


La metáfora, entonces, no es lo que decimos, es lo que nos dice. Nos pone a prueba. Nos observa. Nos pide que el lenguaje vuelva a encarnarse. Que no repitamos "la vida es un viaje", sino que descubramos que la vida puede ser también un tren sin ventanas, un nido sin árbol, un piano sin teclas pero con música.


El presente como eco del porvenir

La metáfora vive en el tiempo, pero no es del tiempo. Es la señal del instante que se fuga. Borges escribió: “el presente es el momento del porvenir que ya ha pasado”. Y allí habita la metáfora: en ese borde. En esa grieta donde el tiempo se disuelve y solo queda la intuición de algo que aún no tiene nombre.


Somos, sí, el tiempo y el río. Pero también la insinuación del movimiento, la metáfora que no ha sido dicha, la palabra que duda antes de ser pronunciada. Somos la perplexidad del ave que nos observa sin saber si seguimos siendo humanos o solo repetidores de estructuras lingüísticas.


Y sin embargo, seguimos siendo el milagro de la palabra que se encarna. Aunque los lenguajes del mercado nos devuelvan ecos, aunque la inteligencia artificial nos devuelva combinaciones ingeniosas sin temblor, el ser humano sigue teniendo la capacidad de decir lo no dicho, de nombrar el temblor antes del colapso.


La noche vacía del lenguaje

Hoy, más que nunca, hay que contraatacar. No con tecnología. No con corrección política. Sino con metáforas verdaderas. Frente a la noche oscura del vacío de las palabras, donde todo suena igual, donde las metáforas se venden en paquetes, nuestra odisea será reinventarlas. No por jugar, sino por sobrevivir.


Porque si la metáfora es la forma en que el mundo se deja decir, y ese decir se ha vuelto monótono, entonces el mundo también se ha vuelto monótono. Sin metáforas nuevas no hay mundos nuevos. Sin nuevos mundos, solo queda la repetición, el simulacro, la nostalgia sin porvenir.


¿Son infinitas las metáforas o se han vuelto automáticas?


He aquí la pregunta borgeana de nuestro tiempo: ¿son infinitas las metáforas, o solo estamos moviéndonos entre las mismas diez disfrazadas de novedad? ¿Cómo decir la pasión sin hablar de fuego? ¿Cómo nombrar el alma sin espejos? ¿Cómo cantar el dolor sin clavar puñales?


Nos faltan ecuaciones nuevas. Nos falta entonación y voz. Nos falta reencarnar el lenguaje. Hacerlo volver a las entrañas. Que cada palabra tenga que justificar su permanencia. Que cada metáfora sea una epifanía, no una fórmula.


Necesitamos dar palabra al sentimiento humano, pero salir del lugar común para asombrarnos. No repetir el mito, sino habitarlo. No idealizar el símbolo, sino descubrirlo en el gesto simple, en la anécdota, en la voz quebrada que nadie escuchó.


Anécdotas como épica: el futuro del asombro

Tal vez el punto de partida para estas nuevas metáforas no sea el diccionario, ni la teoría, ni el algoritmo. Tal vez sea la anécdota. Esa pequeña historia que se nos escapa en la sobremesa, ese detalle que nos revela la textura de lo humano. Porque las anécdotas contienen una épica diminuta, una promesa de futuro, un diálogo latente con lo que seremos. Pero para tener anécdotas hay que vivir; rehabitar la experiencia con el otro, con lo otro.


Y allí —en ese cruce entre lo común y lo sagrado— nacen las metáforas verdaderas. Las que no solo describen el mundo, sino que nos permiten seguir hablando con nosotros mismos cuando el ruido nos ha dejado sordos.


Contra el algoritmo, el temblor

El poeta de hoy —como el pensador, el comunicador, el habitante del lenguaje— debe asumir que la metáfora no es una opción, es una forma de resistencia. Contra el lugar común, contra el lenguaje programado, contra las frases enlatadas, contra las imágenes sin historia.


Porque solo una metáfora verdadera puede salvarnos del simulacro.


Y porque solo cuando el lenguaje vuelve a temblar, el mundo vuelve a abrirse como posibilidad.


Entonces, mientras la IA calcula, nosotros recordamos. Mientras el mundo repite, nosotros imaginamos. Mientras el presente se agota, nosotros tejemos el porvenir con palabras que todavía no existen.


Esa será nuestra épica: seguir diciendo, incluso cuando nadie escuche, para que el mundo vuelva a merecer ser dicho.


Si somos el tiempo y el río; la insinuación del movimiento; la perplejidad del ave que nos observa; recordemos que somos el milagro de la palabra que se encarna; por tanto, hay que contra atacar la noche oscura del vacío de las palabras, esa será nuestra odisea.

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