La inteligencia colaborativa: diseñar algoritmos que no sustituyan al ser humano, sino que lo potencien
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 17 jun
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
Nos encontramos en un momento histórico donde la inteligencia artificial se perfila como nueva brújula para tomar decisiones, la pregunta ya no es si las máquinas pueden pensar, sino si nosotros podemos seguir pensando con ellas sin anularnos en el proceso.
Desde la Universidad de Stanford, Jann Spiess lanza una advertencia que suena más a brújula que a freno: si seguimos preguntándonos si la IA es “mejor” que el humano, estamos haciendo la pregunta equivocada. La clave no es la competencia, sino la complementariedad. Porque la inteligencia no se mide en bits, sino en la capacidad de cooperar, equivocarse y aprender. Un algoritmo que no toma en cuenta al humano es un oráculo sin culto: predecirá mucho, pero guiará poco.
Entre la tentación del oráculo y el olvido del juicio
Hoy, los algoritmos no fallan por falta de capacidad, sino por su diseño centrado en lo predictivo y no en lo interactivo. Como afirma Spiess, si una persona confía ciegamente en la recomendación de la IA, puede pasar por alto señales que el algoritmo no ve. Y si desconfía por completo, anula cualquier aporte tecnológico. Es en ese abismo donde se pierden los mejores resultados.
La propuesta que surge de su trabajo junto a Bryce McLaughlin en el Wharton Healthcare Analytics Lab no es técnica, sino profundamente filosófica: diseñar IAs que sepan cuándo callar y cuándo hablar. Que intervengan solo cuando el humano es probable que se equivoque. Que no conviertan a los usuarios en obedientes autómatas, sino en pensadores fortalecidos.
Esa es la diferencia entre una IA que sustituye y otra que acompaña. Entre una que imita al humano y otra que lo mejora.
Una ética del acompañamiento
En un experimento de simulación de contrataciones, los participantes que usaron un algoritmo complementario —uno que sólo sugería cuando el juicio humano era débil— tomaron mejores decisiones que quienes usaban algoritmos puramente predictivos o ninguna ayuda. Esto no es una anécdota, es un mensaje: la inteligencia más poderosa es la que sabe no imponerse.
Como afirmaba Edgar Morin, “la inteligencia ciega a la complejidad se vuelve estúpida”. Y diseñar algoritmos sin pensar en el contexto humano no es solo un error de diseño, es una forma sutil de ignorancia epistémica.
Hoy más que nunca, el diseño de IA necesita un nuevo marco: una ética de la complementariedad. Porque las decisiones humanas no ocurren en el vacío; están atravesadas por contextos, emociones, presiones y valores. Un algoritmo no debería reemplazarlos, sino amplificarlos responsablemente.
IA para la equidad: más allá del capital, hacia el capital social
El trabajo de Spiess no se detiene en el ámbito corporativo. Sus aplicaciones más prometedoras están en escenarios de alta fragilidad: cómo asignar tutores en escuelas de bajos recursos, cómo distribuir atención médica en zonas marginadas, cómo priorizar políticas públicas cuando el presupuesto es escaso.
¿Y si el targeting que hoy usamos para vender anuncios pudiera reorientarse para distribuir justicia? ¿Y si el machine learning dejara de predecir hábitos de consumo para comenzar a anticipar necesidades sociales? No es utopía: es diseño con propósito. Es lo que Susan Athey y el Golub Capital Social Impact Lab ya están intentando.
Este viraje no solo es técnico: es moral. Exige pensar en el algoritmo como instrumento político, como forma de gobierno de lo social. Y exige, sobre todo, no ceder a la tentación del reemplazo, sino insistir en la alianza. No hay diseño ético sin humanidad en el centro.
¿Y si el verdadero salto tecnológico no fuera una máquina más potente, sino una sociedad más sabia?
En el vértigo de la disrupción, la verdadera revolución no es la automatización, sino la posibilidad de una colaboración lúcida. No se trata de apagar el juicio humano en nombre de la eficiencia, sino de reconectar inteligencia con sabiduría.
Si el siglo XXI va a ser, como anuncia Klaus Schwab, una revolución societaria, el desafío no será técnico, sino profundamente ético y comunicacional: ¿cómo diseñamos inteligencias que sepan escuchar, que nos ayuden a decidir sin despojarnos de nuestra agencia, que nos recuerden que en toda decisión lo más importante no es el cálculo, sino el sentido?
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