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El algoritmo no sustituye el sudor: la IAGen y la alquimia de los oficios en transformación

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 16 jun
  • 4 Min. de lectura
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Estamos entrando a una era donde el intelecto humano empieza a coexistir con la inteligencia generativa y nos enfrentamos a una paradoja sustancial: ¿es la automatización una amenaza latente o la oportunidad de refundar el trabajo como praxis digna y creativa?


Los datos más recientes publicados por la Organización Internacional del Trabajo en su informe de mayo de 2025 desmontan muchas de las narrativas apocalípticas. Con una nueva metodología que evalúa casi 30,000 tareas en más de 2,500 ocupaciones, se ha perfilado un mapa más preciso, más humano, menos fantasmagórico, sobre la exposición de nuestras labores a la inteligencia artificial generativa (IAGen).


El espesor del trabajo: más allá del número

Uno de cada cuatro trabajadores del mundo desempeña hoy una ocupación con algún grado de exposición a la IAGen. No obstante, el hallazgo crucial es que la mayoría de los empleos no desaparecerán: se transformarán. La diferencia es ontológica. Dejar de hacer no es lo mismo que hacer de otra forma.


En esta cartografía ocupacional se han definido cuatro gradientes de exposición a la IAGen. Del nivel 1 (baja exposición, alta variabilidad de tareas) al nivel 4 (máxima exposición, baja variabilidad), la IAGen aparece como un espejo: no refleja únicamente lo que somos, sino lo que podríamos dejar de ser si no cultivamos nuestra agencia humana. Lo que está en juego no es el empleo como estadística, sino el trabajo como experiencia vivida.


Como recordaba Hannah Arendt en La condición humana, “el trabajo pertenece a la vida misma del cuerpo, a sus necesidades más urgentes”. Y es justamente esta densidad corpórea, esta materialidad concreta del hacer humano, lo que ninguna máquina —por autónoma que sea— puede replicar sin deshumanizarnos en el intento.


El rostro invisible de la automatización

La puntuación promedio de automatización ha descendido levemente: de 0.30 en 2023 a 0.29 en 2025. Sin embargo, la desviación estándar cayó aún más (de 0.30 a 0.14), lo cual indica un fenómeno más homogéneo, menos volátil. ¿Significa esto una maduración del ecosistema tecnológico? Tal vez. Pero también podría ser un síntoma de cristalización de desigualdades invisibles.


Algunas profesiones digitales —como desarrollo web, análisis de datos y contenidos multimedia— presentan ahora una mayor exposición. No porque la máquina lo desee, sino porque el diseño institucional lo permite. La IA avanza donde el marco regulatorio se ausenta. Ahí donde no hay diálogo social ni estructuras de consulta, la tecnología impone su lógica.


El informe es claro: los sectores más automatizables no serán necesariamente los más reemplazados, sino los más transformados. Esto nos exige redefinir no solo las funciones laborales, sino los criterios de dignidad, autonomía y creatividad que deberían acompañarlas.


Las trabajadoras en la línea de fuego

Las diferencias de exposición por género son alarmantes. Las mujeres, sobre todo en países de altos ingresos, concentran la mayor proporción de empleos situados en los gradientes 3 y 4 de exposición. Esto no es coincidencia, sino consecuencia. Las tareas administrativas, de atención al cliente y contabilidad —donde predominan las trabajadoras— están entre las más amenazadas por la automatización.


Pierre Bourdieu nos recordaba que el habitus se estructura y reestructura, de forma silenciosa, persistente, “como una gramática del cuerpo en el mundo”. Hoy esa gramática es también digital, y la invisibilización de ciertas labores no es neutral. El algoritmo no es inocente, y su sesgo es más social que técnico.


¿Reinvención o precarización?

Lo más sugerente del estudio es la afirmación de que el riesgo principal no es el desempleo, sino la reconfiguración de las tareas. Pero esto, lejos de ser una buena noticia per se, debe leerse con cautela. Porque no toda transformación implica mejora. ¿Qué tipo de tareas nuevas emergerán? ¿Serán más creativas, más humanas, o más rutinarias, vigiladas y fragmentadas?


La IAGen no es una fatalidad, es un campo de disputa. Si la transición no se gestiona con diálogo social, participación activa de sindicatos y estrategias de reconversión laboral centradas en la calidad del empleo, el resultado será la estandarización del trabajador como extensión funcional de una máquina.


Al final, el informe esboza una intuición que roza lo espiritual: no hay trabajo sin cuerpo, sin juicio, sin error, sin humanidad. No basta con que la tecnología no nos quite el empleo; necesitamos que no nos quite el sentido de trabajar.


¿Y si el futuro no es de las máquinas sino de quienes saben dialogar con ellas?


La IAGen es, a la vez, reto y revelación. No se trata de predecir qué tareas desaparecerán, sino de decidir —política, ética y socialmente— qué trabajos merecen ser protegidos, potenciados o reinventados.


Como advertía Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, el exceso de positividad nos hace esclavos de la eficiencia. Tal vez esta nueva ola tecnológica sea la oportunidad de redescubrir la lentitud del pensamiento, el valor del error, la nobleza de lo artesanal.


Porque en tiempos de automatización, seguir siendo humanos no será un accidente, será una elección.

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