El abismo entre el aula y el alma: ¿Qué espera la generación que ya no espera?
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 14 jun
- 3 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
En un tiempo en el que la información es tan abundante que parece flotar como niebla espesa sobre la conciencia, algo se ha desplazado sutilmente pero con una contundencia irreversible: la promesa de la educación superior ha dejado de ser brújula para muchos jóvenes. La Encuesta Global 2025: Gen Z and Millennial Survey de Deloitte sobre Millennials y Generación Z revela una grieta ontológica que atraviesa no sólo la confianza institucional, sino el sentido mismo de “lo universitario” como espacio de construcción identitaria, socialización, sentido de vida, emancipación, propósito y cuidado.
Más de la mitad de los millennials y centennials encuestados cuestionan la relevancia de la educación superior formal frente a un mundo laboral cada vez más impulsado por habilidades técnicas, microcredenciales y algoritmos. Pero no se trata sólo de un juicio utilitarista: es un síntoma de una transformación más profunda, de una metamorfosis cultural donde lo aprendido pierde sentido si no se conecta con un proyecto vital. Y donde el aula se siente, muchas veces, más como un trámite que como un templo.
Los títulos que no titulan
Casi una cuarta parte de los jóvenes (24%) declara haber abandonado o postergado su educación por razones económicas o de salud mental. Y más del 30% considera que los costos de la universidad no se justifican frente al retorno de inversión. Lo que está en juego aquí no es sólo la rentabilidad de una carrera, sino la erosión de la promesa ilustrada: esa según la cual el conocimiento abriría el camino a una vida digna, autónoma y significativa.
Nietzsche ya nos advirtió que la educación moderna corre el riesgo de formar “burócratas del saber” más que espíritus libres. En su texto Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas (1872), denunciaba el ocaso del pensamiento crítico frente al utilitarismo académico. Hoy esa advertencia resuena con una fuerza trágica: universidades que funcionan como fábricas de empleabilidad pero donde escasea el pensamiento, el cuestionamiento profundo, la poética de la existencia.
Un contrato roto: la educación como deuda
¿Puede un sistema educativo que endeuda emocional y financieramente a los jóvenes aspirar a ser transformador? En este estudio global, la educación aparece no como horizonte de emancipación sino como carga: económica, emocional, simbólica. Atrapados entre la inflación académica (donde más títulos no implican más oportunidades) y la precariedad del futuro laboral, los jóvenes comienzan a buscar alternativas de aprendizaje más flexibles, más personalizadas y menos alienantes.
Marshall McLuhan entendía que “el contenido de un nuevo medio es el viejo medio”, pero también que lo nuevo reconfigura profundamente nuestras estructuras perceptivas. Si el aula sigue operando con lógicas decimonónicas —horarios rígidos, autoridad vertical, desconexión del contexto— en un ecosistema de hipermedios, nómadas digitales y realidades expandidas, es comprensible que muchos jóvenes simplemente se desconecten. No por flojera, sino por desintonía.
Espacios que cuidan: pedagogías del sentido
Sin embargo, la crítica no debe desembocar en cinismo. Lo que los datos revelan no es una desilusión ciega, sino una exigencia de transformación. La Generación Z no rechaza el aprendizaje, sino la forma estandarizada, despersonalizada y excluyente de muchas instituciones. Desean espacios que cuiden —mental, emocional y espiritualmente—; que reconozcan la ansiedad, la incertidumbre, el colapso ambiental y existencial que atraviesan sus cuerpos.
Frente a esto, el desafío de la educación superior no es adaptarse al mercado, sino rehacerse desde el vínculo. Crear entornos pedagógicos que reconozcan la singularidad, que habiliten la co-creación de conocimiento, que devuelvan la palabra al estudiante como sujeto epistémico. Que vuelvan a hacer de la universidad no un lugar para llenar formularios, sino un laboratorio de mundo.
Decía Ivan Illich que “la escuela no enseña a pensar, sino a obedecer”. Hoy, la generación que cuestiona las universidades no es nihilista. Es, quizás, la más lúcida. Nos está diciendo que la educación no debe sobrevivir, sino renacer. Y en ese renacimiento, quizá, volvamos a preguntar con seriedad: ¿para qué educamos, si no es para sostener la vida, ampliar la conciencia y cultivar el alma?
¿Podremos estar a la altura de esa pregunta?
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