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Cuando la Mente se Terceriza: el éxodo de la conciencia

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 6 abr
  • 3 Min. de lectura

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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


“Artificial intelligence was eating my brain”, confesó Sam Schechner con un dejo de alarma existencial. La frase no es una ocurrencia. Es una epifanía del siglo XXI. Un susurro de la conciencia que, entre líneas de código y prompts bien formulados, anuncia su propio eclipse.


En los resquicios de la era hipermediática, ya no pensamos como pensábamos. Y, peor aún, quizás ya no pensamos. Lo inquietante no es que las máquinas aprendan, sino que nosotros, voluntariamente, dejemos de hacerlo. No es que los lenguajes se automaticen, sino que la articulación misma de la conciencia se difumine en una nube de respuestas generadas por otros. Por eso y no por otra cosa, resulta indispensable reflexionar qué está en juego cuando cedemos a la inteligencia artificial el acto fundacional de toda existencia: la producción del pensamiento.


El último rincón de lo humano

Desde los albores del arte rupestre, el homo sapiens ha documentado su paso por el mundo con signos, pigmentos y relatos. Cada símbolo grabado, cada palabra enunciada, cada poema escrito fue un acto de resistencia contra el olvido. Marshall McLuhan lo advirtió sin predecir su alcance: los medios no solo extienden nuestros sentidos, los reformulan. Hoy, en la era de los large language models, no es ya la herramienta la que se funde con el cuerpo, sino el cuerpo que se reconfigura para adaptarse a la herramienta.


La externalización de la memoria, el cálculo y la traducción fue apenas el inicio. Lo que Sam Schechner relata es un fenómeno que la neurociencia ya etiqueta como “cognitive offloading”, pero que en el plano antropológico y simbólico representa una tercerización del alma. Como si estuviésemos dejando de ser narradores de nosotros mismos para volvernos audiencia pasiva de una voz que nos sustituye.


Bauman lo planteó desde otro ángulo: “el hombre moderno fluye”, decía, y lo hace entre pantallas, dispositivos y representaciones mediadas. Pero esta fluidez tiene un costo: el desarraigo de nuestra soberanía interior. Aquella que se forja en el esfuerzo, en el balbuceo del idioma extranjero, en la búsqueda torpe de una palabra exacta.


Robert Sternberg lo resumió en una sentencia clara: “La creatividad, si no se usa, desaparece.” Pero más allá de la creatividad como habilidad cognitiva, está la capacidad de demorar el deseo de la respuesta inmediata. ¿Qué pierde un sujeto que no se permite el tiempo de formular una duda sin pedirle ayuda a un oráculo digital?


Ecos del desarraigo cognitivo

La investigación de Louisa Dahmani sobre el impacto de GPS en la memoria espacial no es un dato menor. Alguien que ya no se orienta por sí mismo en la ciudad, ¿cómo podría orientarse en sus propios laberintos interiores? Y si cada ensayo, cada texto, cada correo se vuelve una réplica algorítmica de lo que otros ya dijeron, ¿dónde queda el balbuceo imperfecto que define al pensamiento propio?


Estamos frente a una paradoja: en nombre de la eficiencia, sacrificamos la experiencia; en nombre de la productividad, desmantelamos la conciencia. En el nuevo orden simbólico —como lo planteamos en nuestras investigaciones sobre juventud hipermediatizada—, el lenguaje se ha vuelto transacción. El yo se vuelve interfaz. El pensamiento, un algoritmo predictivo.


Como planteé justo hace 5 años en mis "Notas desde el encierro imaginario", nuestra cultura digital ha transitado del conocimiento activo a la pasividad cognitiva. Nuestros dispositivos han dejado de ser herramientas para convertirse en prótesis del juicio. Lo inquietante no es que una IA redacte por nosotros, sino que lo haga sin que lo notemos. Y que esa pereza mental —esa outsourcing de la conciencia— se naturalice al punto de hacer obsoleta la incomodidad que todo acto reflexivo implica.

El canto de Ítaca que se diluye


“Aunque la encuentres pobre, Ítaca no te engañó”, escribió Cavafis. Pero la travesía se acorta cuando el viajero delega el viaje. Hoy Ítaca está al alcance de un click, y sin embargo, nadie la habita. Porque no hay retorno si nunca se partió.


El reto no es demonizar a la tecnología, sino resistirse a su encantamiento. No es prescindir del chatbot, sino no olvidar que el músculo del pensamiento se atrofia si no se usa. Que la palabra, cuando no se nombra desde el cuerpo, pierde su vibración ontológica.


Es tiempo de preguntarse: ¿cuántos pensamientos nos pertenecen aún? ¿Cuánta parte del alma se disuelve en el flujo de respuestas precocidas que nos devuelve la pantalla?


No nos está comiendo el cerebro la inteligencia artificial. Se lo estamos sirviendo nosotros. Y lo hacemos gustosos, con la misma docilidad con la que un náufrago ofrece su cuerpo al mar, agotado de remar.

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