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Cuando el algoritmo nos vigila: el rostro ético de la confianza digital

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 30 may
  • 3 Min. de lectura

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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


No se trata solo de inteligencia artificial, sino de inteligencia encarnada. No basta con construir sistemas eficientes: hay que construir culturas que honren la dignidad.


En el vértigo de la automatización y el narciso algorítmico, el verdadero dilema no es si las máquinas reemplazarán a los humanos, sino si los humanos serán todavía reconocidos como tales en los escenarios donde operan las máquinas. ¿Y qué mejor termómetro de esa humanidad que la confianza? Uno de los capitales simbólicos más importantes en la era digital.


La gramática del consentimiento invisible

En la era digital, confiar ya no es una virtud: es un acto de riesgo. Cuando los algoritmos deciden por nosotros, nos evalúan, nos seleccionan, nos vigilan o nos interpretan, ¿qué queda de nuestro derecho a comprender, cuestionar y co-crear el mundo que habitamos? La confianza digital —como bien advierte el World Economic Forum en su informe: "Building digital trust in the workplace means including employees in developing technology strategies"— no puede ser un lujo institucional ni un accesorio moral. Es, más bien, el cimiento sobre el que se edifica la legitimidad del nuevo contrato tecnológico.


Pero la confianza no se decreta: se construye con participación. Y aquí emerge un principio ético radical: ninguna estrategia tecnológica será justa si no incluye a quienes la habitan y padecen. Los trabajadores no son simples usuarios de herramientas: son cohabitantes del ecosistema algorítmico. Excluir su voz es diseñar sin rostro, legislar sin cuerpo, innovar sin alma.


Escuchar para legislar, no solo para persuadir

El informe del WEF es claro: la transparencia no puede reducirse a comunicados técnicos ni a notas en blogs corporativos. La transparencia auténtica es un proceso dialógico, continuo, que implica explicar, escuchar, corregir y volver a explicar. No se trata de reducir incertidumbres con marketing, sino de compartir la vulnerabilidad del proceso de innovación con quienes lo protagonizan: los empleados, los moderadores, los anotadores de datos, los usuarios invisibles.


El ejemplo de Microsoft con la La Federación Estadounidense del Trabajo y el Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, por sus siglas en inglés) muestra que es posible otra ruta: una en la que sindicatos, empresas y desarrolladores colaboran desde el diseño mismo de los sistemas. Pero ¿cuántas compañías están dispuestas a ceder poder simbólico, a democratizar el conocimiento, a abrir el código de su cultura?


Agentes artificiales, decisiones humanas

Los AI agents han sido diseñados para facilitar tareas, automatizar flujos de trabajo y optimizar procesos. Pero su despliegue también puede crear nuevas formas de alienación si no se establece con claridad qué puede —y qué no debe— hacer una inteligencia artificial. Como bien sugiere Ed Britan (Salesforce), el poder de delegar decisiones debe ir acompañado del derecho a revocar esa delegación. Solo así la IA será herramienta y no tiranía.


El trabajo deja de ser humano cuando se convierte en un campo de obediencia ciega a dispositivos inteligentes sin ética explícita. Por ello, el verdadero reto es educar en la desobediencia inteligente: saber cuándo decir “no” al algoritmo, cuándo cuestionar su lógica, cuándo recuperar el juicio humano frente a la predicción maquinal.


El sur invisible del ecosistema digital

El informe también nos recuerda una verdad incómoda: la IA no flota en el éter, se alimenta del trabajo invisible de millones. En África, Asia y América Latina, cientos de miles de personas moderan contenidos violentos, etiquetan imágenes, corrigen textos, alimentan la inteligencia de los sistemas. Y lo hacen en condiciones precarias, sin seguros, sin protección emocional, sin reconocimiento. El futuro de la tecnología sigue teniendo rostro colonial, extractivismo digital, la minería del siglo XXI.


La ética digital no puede circunscribirse al usuario premium del Norte Global. Si queremos un ecosistema tecnológico verdaderamente justo, hay que integrar la justicia laboral en la cadena de valor algorítmica. Es ahí donde la confianza se vuelve estructura y no discurso, acción y no cosmética.


Confianza no es creer ciegamente. Es participar críticamente. Y cuestionamiento inteligente. Es casi un derivado de la fe. Es ser parte activa del código que gobierna nuestras vidas, no simple receptor de sus efectos. Porque cuando los algoritmos fallan —y fallan con más frecuencia de la que imaginamos—, no solo hay un error técnico: hay una herida política, una fractura en la confianza.


Hoy más que nunca, necesitamos menos tecnologías que prometan salvarnos del error, y más culturas que nos devuelvan el derecho a equivocarnos juntos.


En el mundo de la inteligencia artificial, el nuevo acto revolucionario es exigir humanidad. ¿Estamos dispuesto a sentarnos en la mesa donde se diseña el futuro, o dejaremos que nuestra voz sea sustituida por el silencio del código?

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