Redes sociales y responsabilidad: el desafío de la era digital
Por: Francisco Xavier Sánchez Hernández
Si Aristóteles viviera en la actualidad, no solo confirmaría que el ser humano es un zoon politikón, sino que quizás añadiría un matiz: el hombre contemporáneo es un homo digitalis, un ente hiperconectado cuya existencia transcurre entre pantallas y notificaciones. Desde las primeras formas de comunicación hasta las redes sociales, nuestra capacidad de transmitir mensajes ha evolucionado a una velocidad vertiginosa, alterando no solo los modos de interacción, sino también los principios éticos y de responsabilidad que rigen la convivencia digital.
Del telégrafo a la hiperconectividad
La invención de la imprenta en el siglo XV marcó un punto de inflexión en la historia de la comunicación, democratizando el acceso a la información. Sin embargo, la verdadera revolución comunicacional llegó con el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión y, finalmente, el internet y las redes sociales. Estas últimas han convertido a cada usuario en un agente activo de comunicación, donde el consumo pasivo de información ha sido reemplazado por la producción y circulación masiva de contenido en tiempo real.
Dominique Wolton (2000) sostiene que la comunicación es una “apuesta política y cultural” que entrelaza dimensiones antropológicas, ideales y técnicas. Si bien las redes han logrado una aparente democratización del discurso público, también han acentuado una brecha digital que separa a los que tienen acceso a la tecnología de aquellos que no pueden siquiera cubrir sus necesidades básicas. En México, por ejemplo, el 35.8% de la población vive en condiciones de pobreza y el 10.4% en pobreza extrema, lo que plantea la pregunta: ¿puede la digitalización ser realmente inclusiva cuando millones de personas ni siquiera tienen acceso a lo mínimo indispensable para vivir?
Redes sociales y la ética de la interacción
El crecimiento exponencial de plataformas como Facebook, Twitter e Instagram demuestra la insaciable necesidad humana de conexión y reconocimiento. Sin embargo, en este entorno también emergen problemáticas que afectan el bienestar individual y colectivo. Desde la adicción a la validación digital hasta la propagación de noticias falsas y discursos de odio, las redes han transformado el espacio público en un escenario donde la ética se diluye en un océano de algoritmos y viralidad.
Jean-François Lyotard (2004) describe la posmodernidad como una era de crisis en los metarrelatos, donde los grandes ideales de progreso y racionalidad han sido reemplazados por un relativismo que permea todas las esferas de la vida. En este contexto, las redes sociales han contribuido a una fragmentación de la verdad, donde la información ya no es evaluada por su veracidad, sino por su impacto emocional y viral. Como resultado, la posverdad se ha convertido en un fenómeno estructural de la era digital.
La construcción de una responsabilidad social digital
El auge de las redes sociales no solo ha transformado la manera en que nos comunicamos, sino que también ha planteado nuevos desafíos en términos de responsabilidad. La ética digital no puede ser una simple opción, sino un principio rector de la interacción en línea. La pregunta clave es: ¿cómo fomentar una cultura de responsabilidad social en un entorno diseñado para la inmediatez y la gratificación instantánea?
En este sentido, es fundamental promover la alfabetización digital y mediática como una herramienta para fortalecer la ciudadanía digital. No se trata solo de enseñar a las personas cómo usar las plataformas, sino de desarrollar un pensamiento crítico que les permita discernir entre información veraz y manipulada, ejercer un uso ético de la tecnología y fomentar diálogos constructivos en el espacio digital.
Las redes sociales son el reflejo de la sociedad que las alimenta. Si queremos un entorno digital más justo y equitativo, debemos asumir la responsabilidad de construirlo. La era digital nos ha otorgado un poder sin precedentes: el de ser emisores de mensajes con un alcance global. Pero con este poder viene una responsabilidad ineludible: la de utilizar nuestras voces para el bien común.
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