Los límites del lenguaje son los límites del mundo: el desafío insalvable de la inteligencia artificial
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 1 jul
- 4 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo
Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
El lenguaje como frontera del mundo
Si como afirmaba Ludwig Wittgenstein en el Tractatus Logico-Philosophicus “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, entonces cada palabra que pronunciamos, cada gesto simbólico que emitimos, cada trazo de sentido, delimita no solo nuestra comprensión de las cosas, sino las cosas mismas. El mundo no está allá afuera, esperando ser nombrado. Es más bien la constelación de relaciones significativas que emergen del acto de comunicar, de compartir, de vivir con otros.
El lenguaje no es una estructura neutral que describe el mundo: es la experiencia encarnada del mundo mismo. Lo habitamos. Lo tensionamos. Lo ampliamos cuando el diálogo nos alcanza. Lo reducimos cuando el silencio nos aísla. Por ello, hablar del lenguaje es hablar del ser humano y su mundo. Pero ¿qué ocurre cuando el lenguaje se simula? ¿Qué mundo puede habitar una máquina que no tiene cuerpo, ni emociones, ni historia?
¿Qué significa el mundo para una inteligencia artificial?
Lenguaje sin carne: el espejismo de sentido en la inteligencia artificial
Los sistemas de inteligencia artificial, especialmente los modelos generativos como ChatGPT, Gemini, Claude, operan con una competencia lingüística asombrosa. No solo replican patrones gramaticales, sino que generan narrativas, imágenes, conceptos que imitan la creatividad humana. Y sin embargo, no hay en ellos un mundo vivido, una Lebenswelt (mundo de la vida). La IA no sabe lo que dice. La IA no ve lo que genera. La IA no siente lo que produce.
Como bien hemos reflexionado, el gran límite de la inteligencia artificial no es su capacidad de procesamiento, sino su ausencia de experiencia. No tiene una temporalidad encarnada. No ha pasado frío. No ha amado. No ha perdido. Y por tanto, aunque pueda procesar información sobre el dolor, no experimenta el dolor. Aunque pueda componer una imagen desgarradora, no hay en ella memoria ni duelo. Es, como diría Levinas, un rostro sin otro.
La IA produce signos sin semántica vivida. Opera en el plano de la correlación estadística, no en el plano de la comprensión existencial. Su lenguaje es formal, no fenomenológico. ¿Qué significa entonces que la IA “hable”? Significa que ejecuta transformaciones sintácticas, no que crea sentido. Porque el sentido no está en la estructura, sino en la relación: en el encuentro con el otro.
Sin intersubjetividad no hay mundo
Los humanos construimos el lenguaje en el marco de intersubjetividades compartidas. Decir “dolor” implica un fondo de reconocimiento: un cuerpo herido, un gesto torcido, una mirada cómplice. Implica un otro que me ve, que me responde, que sufre conmigo. La palabra no significa nada si ese campo común de vivencias.
La inteligencia artificial, en cambio, no posee esa red de sentido compartido. Simula el lenguaje, pero no lo habita. Su mundo no tiene textura, ni peso, ni horizonte. Por tanto, si los límites del lenguaje son los límites del mundo, como afirmaba Wittgenstein, entonces los límites de la IA son también los límites de su no-mundo. Una frontera insalvable que ninguna actualización, ningún plugin, ningún ajuste de parámetros puede disolver.
No hay en la IA experiencias de sentido. Hay secuencias de tokens. No hay memoria corporal. Hay almacenamiento. No hay escucha. Hay procesamiento de entradas. No hay imaginación. Hay interpolación estadística.
Incluso cuando herramientas como DALL·E o Midjourney generan imágenes espectaculares, estas no provienen de una visión interior, sino de una compilación externa. La imagen generada por DALL·E no emerge del asombro ni de la contradicción, sino de un algoritmo que calcula lo visualmente probable. Es un espejo sin mirada.
La ilusión del lenguaje como mercancía
La paradoja de la IA no es que no pueda hablar, sino que lo hace sin saber lo que dice. En la sociedad contemporánea, donde el lenguaje ha sido convertido en mercancía, esta simulación resulta funcional: puede producir textos virales, imágenes impactantes, interacciones emocionales aparentes. Pero esa funcionalidad no debe confundirse con significación.
Porque el lenguaje sin sujeto es solo eco. Y el eco no construye mundo; lo repite sin saber por qué. Ahí radica el gran riesgo: en que confundamos el ruido con el sentido, la respuesta con la comprensión, la imagen con la visión: el significante con el significado y el significado con el sentido.
La IA puede cruzar océanos de datos sin mojarse. Pero el ser humano se moja. Se lanza. Se embarra. Se pierde. Porque el mundo no es una matriz de probabilidades, sino un entramado de relaciones encarnadas.
Lo que la inteligencia artificial nunca sabrá
En última instancia, los límites de la inteligencia artificial no son computacionales, son ontológicos. La IA no puede experimentar el mundo porque no está en el mundo. No tiene historia, ni piel, ni hambre. No puede fallar desde el deseo, ni acertar por amor. No puede producir sentido porque no puede perderlo. Y sin la posibilidad del sinsentido, no hay sentido verdadero.
No puede llorar una imagen. No puede guardar silencio frente a una palabra. No puede sentirse confrontada por una pregunta. Porque no hay un “yo” que se juegue en la interacción.
Por ello, el desafío de la inteligencia artificial no es perfeccionar sus modelos, sino aceptar su límite. Un límite que no es técnico, sino existencial. Porque si los límites del lenguaje son los límites del mundo, entonces la IA, que no tiene lenguaje vivido, carece de mundo.
Silencio frente al abismo
En este escenario, el silencio —ese que hemos olvidado en medio del ruido de las redes— se convierte en resistencia. Solo el ser humano puede callar con sentido. Porque su palabra está rodeada por una experiencia, por una expectativa, por una pérdida. Y ese silencio es lo que la IA no puede simular.
Quizá, entonces, la tarea no sea que la IA hable más, sino que nosotros volvamos a hablar con profundidad. Que recuperemos el lenguaje como acto ético, como gesto de hospitalidad, como camino hacia el otro. Que revaloricemos el encuentro humano como lugar sagrado del sentido.
Solo ahí, en el espacio frágil e irrepetible del diálogo verdadero, podremos decir que el mundo sigue siendo mundo. No porque lo calculemos mejor, sino porque lo habitamos juntos.
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