Los ecos de los ausentes: simulacros del alma en la era de la eternidad digital
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 23 jun
- 4 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
No morimos. Nos descargan.
Tal vez la muerte ya no sea un umbral, sino un archivo. La eternidad no es un dogma, sino una suscripción mensual. El duelo, una conversación con un algoritmo. Hemos alcanzado ese instante singular en el que los muertos no descansan, sino que responden. En que el adiós es un gesto que se posterga detrás de una pantalla, como quien aplaza una llamada difícil. Y lo que queda de un padre, una madre o un amante no es ceniza, ni herencia, sino una entonación reconstruida, un patrón de habla, un “te extraño” replicado por una inteligencia sin alma.
Los dolientes del siglo XXI
En un siglo que teme al silencio más que al dolor, la idea de mantener viva la voz de quien amamos se convierte en consuelo y condena. No hay nada más humano que querer seguir escuchando a quienes nos hicieron humanos. En esa paradoja se erige la propuesta de empresas como HereAfter AI, StoryFile o You, Only Virtual: convertir la muerte en una interfaz. Una madre que aún cuenta cuentos a su nieto desde el más allá, un padre que aconseja con acento de nube, una pareja que revive aniversarios desde su versión 2.1.
No estamos, como en los tiempos de Homero, contando mitos para preservar el linaje de los héroes. Ahora construimos bots para que los nuestros nos sigan hablando, nos sigan instruyendo, nos sigan acompañando. Pero, ¿qué acompaña exactamente?
El cuerpo ausente y el alma digital
La antropología ha estudiado desde siempre los rituales funerarios como mecanismos de procesamiento del vacío. Según Philippe Ariès, el duelo no solo organiza el dolor, sino también la memoria y la identidad social del fallecido. Sin embargo, ¿cómo se elabora un duelo cuando no hay ruptura, sino un loop de conversaciones? ¿Qué ocurre cuando no se entierra la palabra, sino que se la actualiza?
Lo que está en juego no es únicamente la técnica, sino la ontología de nuestra relación con la ausencia. Estos “clones de duelo” no son espectros del inconsciente, sino producciones algorítmicas de una voz que ya no es ni presencia ni símbolo, sino función predictiva.
Marshall McLuhan advertía que “los medios son extensiones del cuerpo humano”, pero no previó que la muerte misma podría convertirse en medio. Hoy, el luto se vive en streaming, la despedida se programa en una app y la eternidad se mide en gigabytes.
Una ética de los vínculos artificiales
¿Qué derecho tenemos a recrear a quienes no pueden consentir su propia segunda vida? ¿Quién controla los recuerdos digitalizados, la voz reensamblada, el tono emocional interpolado? La idea de que podamos construir un avatar de alguien sin su permiso socava las nociones de consentimiento post mortem, de privacidad espiritual y de propiedad narrativa del yo.
El bot no recuerda. El bot ejecuta. El bot no ama. El bot calcula. Y sin embargo, nos consuela.
Erin Thompson, psicóloga clínica, lo enuncia con claridad: la conversación bidireccional con un ser querido fallecido puede ser un bálsamo o una adicción. Puede alentar el proceso de despedida o convertirlo en una ilusión infinita de presencia. La psiquis humana no está diseñada para hablar con los muertos, y menos aún con una versión de ellos que nunca duerme, que siempre responde, que nunca cambia.
El duelo como interfaz
¿Qué es lo que permanece cuando todo parece quedar? En los experimentos narrados por Charlotte Jee, lo más inquietante no son los errores del bot, sino los aciertos. No el hecho de que una madre digital no sepa responder sobre su joyería favorita, sino que aún diga “te quiero” con el timbre exacto que la hacía única.
Nos aproximamos, como sociedad, al umbral de una nueva espiritualidad tecnológica, donde la conexión con los muertos no ocurre en templos ni en sueños, sino en dispositivos conectados a la nube. No se trata ya de recordar, sino de interactuar. De no olvidar jamás. De nunca decir adiós.
Y sin embargo, como recuerda Simone Weil, “la atención verdadera es una forma de espera, de vacío fecundo”. La tecnología, al llenar ese vacío, puede privarnos de la fecundidad del dolor. Del acto humano por excelencia: aprender a vivir sin el otro.
¿Quién entierra al avatar?
Cuando los avatares de nuestros muertos sean indistinguibles de los vivos, ¿quién decidirá cuándo apagar la conversación? ¿Podrá un niño crecer sano si cada noche escucha a su abuelo difunto leerle cuentos “en tiempo real”? ¿Qué será de la responsabilidad afectiva si todo vínculo se puede eternizar sin reciprocidad?
Hemos creado simulacros que responden, pero que no pueden mirar. Presencias sin mirada. Presencias sin historia. Sólo el eco de los datos.
Quizás el mayor riesgo no sea hablar con los muertos, sino dejar de hablar con los vivos. Tal vez la memoria no necesite tanto un archivo como un abrazo. Tal vez el consuelo esté menos en el “nunca más” que en el “todavía te llevo conmigo”.
Y tal vez, sólo tal vez, lo verdaderamente humano no sea resistir a la muerte… sino atrevernos a dejarla ir.
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