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La trampa del bienestar: ansiedad, propósito y sobrevivencia emocional en la generación del milenio digital

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 14 jun
  • 3 Min. de lectura
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Los invisibles padecimientos del alma hiperconectada

No hay algoritmo que traduzca con fidelidad el peso de una angustia ni motor de búsqueda que señale con precisión la coordenada íntima donde habita el desasosiego. Y sin embargo, nunca como hoy se ha cuantificado tanto el malestar emocional. La “felicidad” se ha convertido en KPI; la “ansiedad”, en trending topic. El informe global 2025 de Deloitte sobre Millennials y la Generación Z nos devuelve, desde los márgenes fríos de la estadística, un retrato palpitante: más de la mitad de estos jóvenes reporta niveles de estrés crónico. En el fondo de esas cifras, lo que se escucha es un grito. Uno suave, en loop. Uno que nadie parece estar oyendo del todo.


El mandato de ser feliz y la precariedad de existir

Si Michel Foucault hablaba del “cuidado de sí” como una práctica ética fundamental, en nuestra contemporaneidad líquida este cuidado se ha transformado en una obligación de mercado: autocuidarse para rendir, regularse emocionalmente para encajar, sonreír para no alarmar. ¿Quién podría sostenerse cuando el trabajo consume el sentido, el clima amenaza el porvenir y la economía castiga los sueños? La salud mental, para la mayoría de los encuestados, no es un lujo; es el precio de estar vivos en un sistema que coloniza hasta las emociones.


El 54% de los jóvenes de la Generación Z y el 46% de los millennials manifiestan sentirse estresados todo o casi todo el tiempo. Es un estrés asociado a tres factores centrales: inseguridad financiera, agotamiento laboral y ansiedad climática. Aquí no se trata de subjetividades hipersensibles; se trata de estructuras que enferman. Como advierte Byung-Chul Han, no estamos ante una sociedad disciplinaria sino ante una de rendimiento, donde el sujeto es su propio explotador y su depresión, su castigo íntimo.


Ansiedad climática y distopía cotidiana

Uno de los hallazgos más reveladores del estudio de Deloitte es la ansiedad ambiental: 62% de la Generación Z y 59% de los millennials temen que las empresas no estén haciendo lo suficiente por combatir la crisis climática. El futuro aparece como un territorio devastado antes de ser habitado. Ya no se trata solo del calentamiento global; se trata de una desecación simbólica del mañana. El porvenir no promete plenitud, sino sobrevivencia. ¿Cómo sostener la esperanza cuando el planeta entero parece hiperventilar?


Buscar sentido en la fragmentación

En medio de esta fatiga emocional global, surgen preguntas esenciales: ¿Cómo puede una generación hallar propósito cuando el mundo se les ofrece como ruina y como simulacro a la vez? ¿Qué pasa con los vínculos cuando se externaliza hasta la empatía, delegada a chatbots o terapeutas virtuales? En esta lógica, lo que se erosiona no es solo la salud mental, sino la experiencia misma de ser humano.


Tal vez por eso, un 44% de los jóvenes manifiesta no sentirse cómodos hablando de su salud mental en el trabajo. Hay algo profundamente disonante en exigir bienestar en estructuras que promueven la hiperproductividad y la desafección. Y al mismo tiempo, una esperanza se insinúa: la mayoría está pidiendo políticas reales, espacios seguros, nuevos lenguajes. Porque hablar de salud mental no es una moda; es un acto de resistencia.


La felicidad como simulacro

Hoy, más que nunca, necesitamos reaprender a habitar el dolor sin ser vencidos por él. La cultura del bienestar perpetuo ha generado una patología: la imposibilidad de estar tristes sin culpa. La tristeza, como decía María Zambrano, no es una carencia de alegría, sino una forma de pensar el mundo. Si no recuperamos la dignidad del dolor, la ansiedad seguirá siendo tratada como disfunción individual, y no como síntoma colectivo de un orden que debe ser transformado.


¿Y si no es felicidad lo que buscamos, sino sentido?

Que este informe nos confronte no con la obviedad de que los jóvenes están ansiosos, sino con la urgencia de preguntarnos qué mundo estamos diseñando para ellos. No basta con apps de meditación ni con discursos corporativos sobre salud emocional. Lo que se necesita es una ética del cuidado radical, una arquitectura del trabajo y de la vida que deje de exigir felicidad como mercancía y empiece a reconocer la complejidad de ser humanos.


Porque, al final, lo que angustia no es solo el peso del presente, sino la sospecha de que el futuro haya sido cancelado sin previo aviso. La pregunta, entonces, no es si nuestros jóvenes están bien. La pregunta es: ¿qué hemos hecho nosotros para que puedan estarlo?

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