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Entre la fe y el silicio: la nueva torre de Babel algorítmica

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 14 jun
  • 3 Min. de lectura
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


El canto de los autómatas y la melancolía de lo sagrado

¿Qué ocurre cuando el ser humano, en su afán de replicarse, termina por disolverse en la máquina? ¿Qué significa cuando la verdad ya no se revela, sino que se calcula? ¿Qué horizonte nos queda cuando ya no oramos ni preguntamos, sino que sólo programamos?


La Nota sobre la relación entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial, titulada Antiqua et Nova, elaborada por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe en diálogo con el Dicasterio para la Cultura y la Educación, es mucho más que un documento doctrinal. Es un aldabonazo ontológico. Una llamada urgente a detenernos y contemplar, no la tecnología como progreso inevitable, sino como un acto profundamente humano, susceptible de redención o de extravío.


En este texto —de resonancia profética y ternura apocalíptica— se despliega una inquietud que no es nueva, pero sí renovada: que en el intento de diseñar artefactos inteligentes, estemos olvidando para qué sirve la inteligencia humana. En la base de este planteamiento está una cuestión no resuelta: ¿es la inteligencia una propiedad replicable o una relación viviente?


El alma programada y el espejismo del bien común

Con la misma precisión con la que Pascal distinguía entre el espíritu de geometría y el espíritu de delicadeza el texto vaticano alerta sobre la tentación de reducir la vida a cálculo. La IA, en su más alta sofisticación, puede simular la voz humana, fabricar imágenes con realismo sobrecogedor, incluso “escribir” tratados con retórica elegante. Pero, como advertía Tzvetan Todorov en su texto ya clásico: Miedo a los bárbaros, “la técnica no piensa, y cuando se le pide que lo haga, simplemente copia nuestras propias sombras”


Esta sombra es el verdadero riesgo: que en nombre del conocimiento, nos despojemos de sabiduría. Que la programación algorítmica, por eficiente que sea, eclipse las zonas más delicadas de nuestra humanidad: la compasión, el perdón, el sentido del misterio, el dolor compartido. O como señalaría Paul Ricœur, que el mundo se nos vuelva “habitable, pero ya no comprensible”.


La Nota no rehúye los desafíos sociales. Reconoce que el acceso desigual a la IA puede profundizar las brechas globales, automatizar la exclusión o delegar decisiones vitales —como diagnósticos médicos o sentencias judiciales— a dispositivos que carecen de alma. Porque el juicio humano no es sólo un proceso lógico, sino un acto moral. Y la moralidad no se programa, se cultiva.


Una moral para el no-humano

Lo verdaderamente revolucionario de este documento es que no centra su crítica en la técnica, sino en el vaciamiento antropológico que la acompaña. No condena la IA, pero sí exige que esta sea atravesada por una inteligencia ética, por una mirada sapiencial que no sacrifique al ser por el tener.


En esa línea, lo que se defiende no es una nostalgia del pasado —como si lo “antiqua” fuera mejor por ser antiguo— sino una síntesis espiritual que permita que lo nova no se convierta en ídolo. Ya no basta con una ética de la regulación o la transparencia. Es preciso, como diría Levinas, abrirse al rostro del otro, incluso si ese rostro hoy aparece filtrado entre píxeles.


Este “otro” puede ser un migrante evaluado por un sistema de reconocimiento facial, una mujer filtrada por un algoritmo de contratación, un niño cuyo aprendizaje es tutelado por un asistente virtual. O incluso, un creyente que busca a Dios en el silencio y sólo encuentra un asistente que responde con versículos generados por IA.


¿Y si lo que necesitamos no es una inteligencia más artificial, sino una humanidad más profunda?

La Nota Antiqua et Nova no clausura el diálogo; lo inaugura. Y lo hace con la delicadeza de quien no impone, sino que pregunta. Nos interpela con la misma fuerza con que los antiguos profetas hablaban al pueblo: con poesía y con riesgo.


Porque, en el fondo, no se trata de elegir entre lo humano o lo artificial, sino de reconocer qué parte de nuestra alma estamos dispuestos a delegar. Y si acaso, al entregarla al silicio, estamos perdiendo la capacidad de amar, de llorar, de orar… o de resistir.


Hoy, más que nunca, necesitamos una antropología vigilante, una espiritualidad lúcida y una comunicación que no sea un eco, sino un encuentro.


Porque si la verdad sigue ahí fuera —como decía The X-Files—, lo verdaderamente inquietante es si aún hay alguien dispuesto a buscarla sin pedirle primero a un chatbot.

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