Cuando el algoritmo se convierte en camino: Inteligencia artificial, inclusión y la promesa aún incumplida de la equidad digital
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 7 jun
- 3 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
En un mundo donde el 1% de la población concentra más riqueza que el 95% restante, hablar de tecnología como motor de inclusión parece, a primera vista, una ironía disfrazada de promesa. Y sin embargo, es precisamente en esa paradoja donde la inteligencia artificial encuentra su reto más grande: no en su capacidad de simular el lenguaje humano o resolver ecuaciones complejas, sino en su posibilidad de reequilibrar el mapa desigual de oportunidades que define nuestro presente.
Porque si bien el algoritmo puede predecir, diagnosticar o generar contenido, aún no ha aprendido a ver con claridad aquello que no está conectado. Hoy, más de 2.600 millones de personas siguen excluidas de la red. No son datos, son ausencias: cuerpos sin conectividad, voces sin eco, comunidades sin acceso al nuevo lenguaje del poder.
Topografías digitales de la desigualdad
Apoorve Dubey en su artículo "AI can boost digital inclusion and drive growth" plantea con claridad el dilema: sin infraestructura, sin alfabetización digital, sin políticas públicas robustas, la inteligencia artificial corre el riesgo de convertirse en el lenguaje exclusivo de quienes ya han sido privilegiados. ¿De qué sirve un chatbot que traduce en tiempo real si nadie del otro lado puede encender un dispositivo? ¿De qué sirve un algoritmo que predice cultivos si los agricultores siguen sin señal?
En su "Antropología de la modernidad", Bruno Latour ya advertía que toda innovación tecnológica, lejos de ser neutral, reconfigura relaciones de poder. La IA, por tanto, no es un mero instrumento: es un nuevo espacio simbólico desde el cual se redefine quién participa, quién decide y quién queda relegado a la periferia de la historia.
Dubey recuerda que un incremento del 10% en el acceso a banda ancha puede elevar el PIB de los países en desarrollo hasta en 1.4%. Pero los datos no son suficiente. Lo que se necesita es una voluntad ético-política que entienda que cada línea de código puede ser también una línea de exclusión o de justicia, dependiendo de quién la escribe, para qué y con qué propósito.
Tecnología sin comunidad es simulacro
El crecimiento exponencial de la IA —de 20% en 2017 a 78% en 2025— no es en sí mismo un signo de progreso. Como diría McLuhan, el medio que más amplifica también puede ser el que más aliena. La tecnología que no escucha a las comunidades es solo una simulación de futuro. Y la IA que no considera el contexto cultural, económico y político de los usuarios a quienes promete servir, termina por convertirse en un espejo opaco.
El EDISON Alliance muestra caminos posibles: infraestructura móvil, centros de aprendizaje localizados, alianzas multisectoriales. Pero la pregunta persiste: ¿puede un modelo algorítmico, entrenado en el consumo de los hiperconectados, atender las necesidades de quienes aún esperan ser conectados?
Ética algorítmica, o el arte de construir puentes
No basta con regular el uso de datos. Es necesario preguntarse también por la estructura misma del conocimiento que los sistemas aprenden. Si el entrenamiento de los modelos reproduce los sesgos de género, raza o geopolítica —como demuestran los estudios recientes sobre discriminación algorítmica—, ¿cuál es el horizonte ético de una IA que solo refleja las asimetrías del pasado?
Dubey propone medidas claras: transparencia, rendición de cuentas, interoperabilidad, apoyo a modelos de código abierto. Pero hay algo más profundo en juego. No se trata solo de evitar el daño, sino de imaginar activamente formas tecnológicas que construyan comunidad, dignidad y sentido compartido. Como planteó Martha Nussbaum, la justicia no puede pensarse sin emociones, sin humanidad, sin narrativas que nos incluyan a todos.
Una IA verdaderamente inclusiva no será aquella que simplemente conecte a los desconectados, sino la que permita a todos imaginar, narrar y construir su lugar en el mundo digital sin ser reducidos a variables. Porque más allá de la eficiencia, lo que está en juego es si el futuro será un espacio donde caben todas las historias humanas o solo aquellas que los modelos consideran relevantes.
Y en esa decisión —casi invisible, casi técnica— se juega nada menos que el alma política de nuestra época. ¿Queremos una inteligencia artificial que optimice el mundo tal como es, o una que lo rehaga con todos dentro?
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