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La Ética de la Popularidad Digital

 



La popularidad se asume como el bien personal más cotizado en el entorno digital presente. Su búsqueda amenaza con convertirse en un disparador ético que supera a la verdad y al bien común.

 

Por Eduardo Portas

En X (antes Twitter) @EduPortas

 

Dos hechos constantan la insana búsqueda de la popularidad que impregna el entorno digital que habitamos.

 

La reciente victoria de Claudia Sheinbaum en las elecciones presidenciales mexicanas y el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos.

 

En ambos casos, sin considerar inclinaciones políticas, la popularidad digital determinó la victoria sobre otros candidatos.

 

Esta obviedad no es incidental.

 

Millones de dólares en propaganda se gastaron durante años para que ambos personajes lograran ocupar el máximo puesto político de sus respectivos países.

 

Sin embargo, cuando en el pasado esa propaganda se desplegaba por canales tradicionales, incluyendo medios como radio y televisión, el paradigma presente crea un círculo vicioso que parece haber marcado todas las democracias modernas: una persona adquiere fama al tener seguidores y el tener seguidores asegura la fama.

 

Como se observa, en ninguno de los dos casos se habló de razón o congruencia.

 

Si ambos políticos ganaron fue por su popularidad digital, la cual tiende a filtrarse al mundo real.

 

Desde hace una década este fenómeno comenzó a disputarse entre académicos: aquella persona que es popular en el mundo digital, particularmente las redes, no necesariamente es famosa en el mundo real.

 

Este fenómeno tipo “cascada” en donde los usuarios de avanzada de una tecnología (early adopters) filtran sus ideas hacia abajo, en donde otras personas absorben sus formas de pensar.

 

Y aquí es donde viene el problema. La relación con la verdad es en dónde los políticos incurren en desaciertos que hacen cuestionar su ética.

 

En aras de la popularidad están dispuestos a obviar aquello que es Verdad, con mayúscula, en detrimento de lo que tiene algunos tintes de veracidad.

 

Los griegos lo supieron. Lo filósofos modernos también.

 

Una cosa es apegarse a la verdad, otra muy distinta es incluir algunos elementos verídicos en el discurso pero distorsionar la Verdad para el beneficio propio.

 

Las redes sociales se han convertido en campo fértil para estas batallas que son ideológicas y dogmáticas. Para el políticos moderno solo existe una forma de ver el mundo que excluye cualquier otra.

 

Esta cosmovisión no es optativa para el político que incurre en las redes.Sus seguidores lo saben. Se trata de aplastar al otro.

Tal vez en consecuencia la red X, ahora Twitter, ha sufrido una sangría lenta, pero constante, desde que Elon Musk compró Twitter.

 

Ahora, con el triunfo de Trump, cada vez más medios dejan esa red (La Vanguardia, The Guardian, solo por mencionar algunos) en vísperas de lo que muchos observadores ven como un matrimonio de interés entre el futuro presidente de Estados Unidos y uno de los empresarios más ricos del mundo.

 

A diferencia de lo que podría pensarse, Twitter no es una de las redes más populares del mundo. Hay unas 368 millones de cuentas en todo el mundo, según BackLinko. La misma fuente pone en 17 millones el estimado para usuarios en México.

 

La calidad de la discusión, tristemente, ha degenerado en dogmas de fe. Es casi imposible mantener una conversación en X sin tener que lidiar con bots o cuentas pagadas que parecen reales pero operan como bots. La Verdad pasa a segundo o tercer plano.

 

Tal vez por eso millones de personas han migrado a BlueSky, la cual promete ser una versión más apegada al Twitter original de los años 2009-2010, cuando la red se hizo famosa porque las personas podían comunicarse de manera horizontal, sin intermediarios, con otras.

 

 

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